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  • Writer's pictureLa Charli

Ella, administradora de fincas.

Un día me llama mi hermana y me dice: "Oye, que Sandra está buscando ayudante para la administración de fincas donde trabaja... y tú has estudiado de eso, ¿quieres probar?" . No sé qué me pasó por la cabeza. Yo estaba feliz con mi trabajo en el restaurante y de repente una gran incertidumbre me invadió... Pensaba y pensaba: "Puede ser mi oportunidad. Yo he estudiado para ese puesto, sería una mejora en mi vida. Menos esfuerzo físico, fines de semana libres para poder dar conciertos, trabajar de lo mío."


Fui a hacer la entrevista. El despacho estaba en pleno centro de Valencia, la oficina estaba reformada con suelo de parqué y cuadros que decoraban el entorno. ¿Lo malo? Las ventanas no daban a la calle si no a los deslunados, por lo que la carencia de luz solar entristecía el asunto.


Me recibió uno de los dos jefes, que hablaba en valenciano. Le contesté en valenciano. Tuvimos una pequeña conversación en la que yo, sonrisa en boca, hablé de todo un poco. Sabía por su mirada que me estaba escudriñando y me dejé escudriñar hasta donde quise. Salí de allí sabiendo que el lunes siguiente empezaba a trabajar como administradora de fincas.


La despedida en el restaurante me entristeció bastante. Me dijo mi jefe que me iban a subir las horas ya que empezaba la temporada fuerte, era octubre. Además, me dijo lo contento que estaba con mis funciones y que le había pillado de sorpresa. Recuerdo haberle dicho que quería probar. Él se resignó... Otra vez buscar a una camarera, otra vez vuelta a empezar.


Los primeros meses en la oficina me dediqué a aprender todo sobre las averías de las fincas, los seguros de comunidad, elaborar comparativas de presupuestos de obras, reclamar a los vecinos por impago, etc. Fue bien, mientras estuve a media jornada.


Cuando empecé a jornada completa empezaron mis "problemas mentales". Los pongo entre comillas, pero sé que eran problemas y sé que eran de mi mente. Me asustaba no conocer bien mi trabajo, me asustaba la lista interminable de tareas que tenía que realizar y que no dependían solo de mí, que se iban amontonando unas sobre otras. El teléfono que no dejaba de sonar, las salidas a los bancos y a correos...


Fue en esa época, digamos enero o febrero, que empecé a sentirme muy mal. Trabajábamos de 9.00 a 19.00 ya que las dos horas de comer implicaban hacerte un sandwich y aprovechar que no sonaba el teléfono para adelantar faena.


Recuerdo al salir a hacer gestiones por el centro como las de las ONG intentaban frenarme para hacerme alguna encuesta y yo les decía "no, que tengo prisa" y rapidamente marchaba por su lado casi sin mirarles a la cara. Ya era un constante de todos los días y yo parecía sacada de una película americana donde la gente corretea por la ciudad con su maletín en piloto automático.


Recuerdo también a la del banco intentando venderme sus productos cada vez que iba a hacer alguna gestión relacionada con los vecinos. Lidiar con eso todos los días también se me hacía duro. Como explicarle que si por mí fuera no tendría ni cuenta bancaria...


Pero lo que más duro se me hacía, era salir a las siete de la tarde con el turbo en el culo todavía. Coger el metro, llegar a casa. Ducharme... Y aún seguía el run run en mi cabeza. Diez horas todos los días solucionando problemas con la mente hace que llegues a tu casa y que tu mente quiera seguir solucionando. Pero no había nada que solucionar. Quizá debía relajarme, desconectar, aprender a dejar el trabajo en la oficina. Pero qué va, parecía tarea imposible... Incluso antes de irme a la cama repasaba sin querer lo que iba a hacer al día siguiente nada más llegar a la oficina, para mí era lo más importante: poder hacerlo todo bien, aunque no supiera ni cómo hacerlo.


Llegar a casa, ducharse, cenar, tele y dormir. Al día siguiente otras 10 horas de oficina y lo mismo por la noche. A los dos meses, ni quería ser administradora de fincas, ni quería nada. Solo quería poder parar mi mente de dudas, miedos, gestiones pendientes y toda esa porquería que me comía la mente por 900 euros al mes.


Y ¿qué te hace pensar que el viernes iba a ser un día de alegría? Para los que trabajan así el viernes significa que llegan dos días en los que poder salir a gastar el dinero ganado, pues te lo mereces después de haber trabajado tan duro. Y sales, cenas, bebes, viajas, fumas, todo sabiendo que el lunes volverás al encierro en la oficina. A veces, llegaba el viernes y era como "vale, tengo dos días para hacerlo todo... Pero estoy tan cansada...". Y luego, si descansabas todo el fin de semana en casa, la semana siguiente era mucho más dura.


Así fue mi vida en la oficina. Aguanté dos meses a jornada completa y firmé mi baja voluntaria. Este jefe, como el otro, se quedó sorprendido de que me fuera. No se lo esperaba. Yo tampoco, fue un latido en mi interior que me dijo "este trabajo no es tan importante". Y me fui.


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